Hoy he
leído en el periódico la esquela de un amigo que tenía en mi
infancia: Juan. Era un chaval delgado y rubio. Siempre con un aire de
temor en el cuerpo. Con cara de empollón. Sólo teníamos once años
cuando ocurrió un suceso que nos marcó por el resto de nuestras
vidas.
Solíamos
ir algunas tardes a jugar a los campos del tío Aurelio. Llamábamos
así a aquella tierra, pero ninguno habíamos visto nunca al tío
Aurelio. Juan decía que eran sus tierras y que no quería ver por
allí a nadie. Su hermano mayor le dijo que si nos veía, nos
golpearía con su enorme bastón y después nos llevaría a su casa
para rellenar su despensa. Este comentario nos asustaba, aunque no lo
suficiente como para que no volviésemos. Siempre que jugábamos allí
estábamos con un ojo pendiente por si aparecía el "tío".
Aquella era, y supongo que seguirá siéndolo, una zona poblada de
rocas, arbustos y pequeñas cuevas. Abandonada por la mano del hombre
hacía mucho tiempo. Una parte de aquellas rocas se la habían
llevado para construir la iglesia del pueblo. Se notaba que había
sido una cantera tiempo atrás, por las verticales paredes que
veíamos por allí. En la parte de arriba de una de las paredes había
un saliente y se observaba una frase escrita. Pancho me dijo que
aquello lo había escrito los romanos hacía muchos años, que no
debíamos ni acercarnos por si fuésemos a romperlo. Años más tarde
comprobamos cual era nuestro error ya que la frase no estaba escrita
en latín, sino en un castellano de lo más vulgar y que no quiero
reproducir aquí. Era un comentario sobre lo que debía de hacer
cierto "Felipe": tenía que tomar algo por el trasero,
aunque no lo especificaba.
Solíamos
subir a las rocas y mirar al horizonte. Eramos los reyes del reino y
todo lo que veíamos nos pertenecía: el pueblo, las rocas, el
campo... Comentábamos entre nosotros que cuando fuésemos mayores
seríamos los gobernantes y acabaríamos con los pobres del mundo,
que seríamos justos con todos nuestros gobernados... y varios sueños
más de ese estilo. Recuerdo que hacíamos batallas contra los cardos
borriqueros cuando estaban secos. Los cardos formaban un ejercito
musulmán que quería volver a conquistar su Al-Andalus perdido.
Nosotros éramos tres caballeros dispuestos a dar la vida por nuestra
tierra, y armados con nuestras espadas luchábamos infatigablemente
contra la horda invasora. Siempre acabábamos sudando y llenos de
espinas en la ropa lo que provocaba una respuesta irritada por parte
de nuestras madres.
También
jugábamos mucho al escondite. Aquella tierra ofrecía muchas
facilidades para esconderse. Un día, mientras jugábamos al
escondite, a Pancho le tocaba buscarnos. A mí me encontró muy
pronto, siempre usaba los mismos escondites, pero a Juan no lo
encontraba por ningún sitio. Empezamos los dos a buscarlo pero no
había manera de que apareciera.
- Oye,
¿y si se ha perdido en una de esas cuevas?- me preguntó Pancho
mientras nos sentábamos en una piedra.
- No
creo que Juan se halla adentrado mucho en las cuevas. Es muy
cobardica para la oscuridad.
- Pero.
Entonces, ¿dónde se ha metido?
- No lo
sé. Vamos a buscarlo. Nos levantamos y vimos a Juan corriendo hacia
nosotros.
-
¡Chicos!, ¡Pancho!, ¡Fernando! He encontrado una cosa. He
encontrado...
-
Tranquilo Juan- le dije cuando estaba llegando a donde estábamos.
- He
encontrado una sala nueva. Allí en la gruta del nueve- así
llamábamos a una cueva cuya entrada se asemejaba al número nueve.
Era estrecha pero se agrandaba por arriba y a la izquierda. La
entrada vista desde fuera parecía un nueve.
- ¿Cómo
has encontrado una sala, si aquella cueva es sólo una sala?- le
preguntó Pancho.
- Pues
he encontrado una entrada. La luz que entra no llega a iluminarla.
Parece que se ha caído una piedra y se ha abierto una puerta.
-
Tenemos que ir a ver eso.- dije dando un paso hacia la cueva.
- Sí.
Pero necesitaremos linternas porque allí no se ve nada. Nada de
nada.
-
Entonces, ¿por qué no quedamos mañana para ir a verla? Nos traemos
nuestras linternas y la merienda para estar aquí más tiempo.- le
contesté.
- Oye,
yo me voy ya a casa, que tengo hambre y mi madre me estará esperando
con la merienda.- dijo Pancho.
- Bueno.
Pues nos vemos en la puerta de Pancho mañana después de comer.
Así
quedamos para ir a investigar la sala oculta al día siguiente.
Solíamos
quedar en la puerta de Pancho porque enfrente había un puesto donde
solíamos comprar chucherías antes de ir a jugar. Nos las
guardábamos para comérnoslas más tarde.
Mientras
esperábamos Juan y yo, salió Pancho de su casa. Nos dijo:
- Hoy no
puedo ir con vosotros. Mi madre me ha dicho que tengo que ir al
médico.
- ¿Estás
enfermo?- le pregunté.
- No.
Tengo que acompañar a mi abuela.
- Bueno.
Pues nos vemos mañana en el Cole.
De esta
manera nos encaminamos nosotros dos a investigar aquella parte de la
cueva que no conocíamos. Mientras nos dirigíamos a los campos del
tío Aurelio no pude resistirme a hacerle a Juan una pregunta:
- Oye,
Juan. ¿Cómo descubriste esa sala secreta si a ti te asusta la
oscuridad?
- Por
eso mismo. Sabía que Pancho me iba a buscar en la zona iluminada de
la gruta, por eso me oculté en la zona oscura. Estaba pegado a la
pared y noté que una gran losa se había caído al suelo. Me puse a
investigar y encontré la entrada a una sala que no habíamos visto
antes.
Hacía
calor cuando llegamos. Nos detuvimos a descansar antes de entrar en
la cueva.
- ¿Has
traído tu linterna?- me preguntó Juan.
- Sí. Y
algo mejor que eso.
- ¿Qué
es? - Cerillas que le he quitado a mi padre.
- ¿Qué
vas a hacer con ellas? - Voy a fabricar una antorcha. Me he traído
un poco de gasolina para los mecheros.
Cogimos
un palo que había allí. Le envolví la punta con un trapo viejo que
también le quité a mi madre. Le eché la gasolina y le prendimos
fuego.
Juan con
su linterna y yo con mi antorcha entramos en la cueva del nueve. La
entrada secreta que había descubierto Juan era pequeña. Sólo cabía
uno tras otro y a gatas. Al pasar la pared entramos en una amplia
sala iluminada solamente por mi antorcha. El movimiento del fuego
hacía que las paredes parecieran la superficie de un lago en un
atardecer de verano. Este efecto y el hecho de que no conseguíamos
ver el techo hacía que el aspecto de la sala nos intimidara.
- Oye.
Esto me asusta.- me dijo Juan.
- Pero
si aún no hemos visto nada.- le repliqué.
Avanzamos
hasta la parte opuesta de la estancia. Encontramos una salida que
hizo que nos detuviéramos al verla. Era rectangular, como si fuera
una puerta. Nos acercamos despacio y vimos unos escalones que
conducía hacia abajo.
- Esto
lo ha tenido que construir alguien, ¿no te parece?- le dije a Juan.
- Sí.
Pero, ¿quién ha podido hacerlo?
- No lo
sé. Pero si bajamos a lo mejor encontramos algo que nos ayude a
averiguarlo.
- Oye.-
me dijo volviendo la cara hacia mí- Yo no bajo por ahí. Puede haber
alguien o...
- ¿O
qué? ¿Un fantasma? - Sí. Un fantasma. A mí esto no me gusta.
- Venga
hombre. No tengas miedo. No sabes que los fantasmas no existen.- le
contesté mientras empezaba a bajar por los escalones.
- Oye.
Espérame.- decía bajando rápidamente los escalones hasta donde
estaba yo.
Llegamos
al final de la escalinata. Lo primero que nos llamó la atención fue
el mosaico que estabamos pisando. Empezamos a mirar a nuestro
alrededor lentamente, porque el espectáculo de luces que estabamos
presenciando no nos permitía abarcarlo en una rápida mirada. Las
paredes estaban recubiertas de pequeños cristales que nos devolvían
la luz de la antorcha en múltiples tonos de rojo, con destellos que
nos deslumbraban fugazmente. Parecía que las paredes estaban
crepitando como unas brasas. Los reflejos nos envolvían y nos
mantenían hipnotizados. Vimos, al final de aquella cámara una larga
mesa que parecía un altar. Encima de esta había una caja con la
forma de un ser humano. Nos quedamos con la vista fija en él.
- ¿Qué
es eso?- me preguntó Juan con un ligero tembleque en su voz.
-
¿Parece un sarcófago?
- ¿Un
qué? - Un sarcófago. Una especie de ataúd para momias.
- Yo...
me voy. - Y se dio la vuelta en dirección a la escalinata.
- Tú te
quedas conmigo.- le contesté cogiéndole del brazo. - Hemos llegado
hasta aquí y vamos a continuar.
Yo
también estaba asustado. La presencia del sarcófago me asustó
mucho pero debía mantener el tipo delante de Juan. Siempre decía
que era más valiente que él y me sentía en la obligación de
seguir afirmándolo con mis actos. Si hubiera estado sólo no creo
que hubiese llegado hasta allí.
Nos
acercamos despacio hacia el altar, con la vista fija en el rostro del
sarcófago. Creíamos que se iba a girar hacia nosotros. Cuando
estuvimos junto al altar vimos detenidamente al hombre que estaba
representado en la tapa del sarcófago. Tenía una cara hermosa, unos
ojos sin vida mirando al techo. Un cuerpo fuerte protegido con una
prenda que le cubría desde los hombros hasta por encima de las
rodillas. La prenda estaba ceñida al cuerpo con ayuda de un
cinturón.
Nos
movimos alrededor del sarcófago para examinarlo.
- Esto
se tiene que abrir por algún sitio.- le dije a Juan.
- ¡Qué
vas a abrirlo! ¿Estas loco? Ahí dentro tiene que haber una momia.
-
Exacto, y yo quiero verla.
- No lo
hagas. Vámonos de aquí.
- Que
sí. Tiene que ser impresionante ver una momia de verdad.- le dije
intentando empujar la tapa.
-
¡Eslomkan!- dijo de repente una voz.
Me quedé
petrificado. Giré lentamente la cabeza hacia donde venía la voz y
vi a un hombre. Era el mismo que estaba representado en la tapa del
sarcófago.
-
¡Eslomkan! ¡Kenargo jiam! - Me volvió a decir mirándome
directamente a los ojos y señalándome con el brazo la entrada de la
cámara.
Corrí
como un rayo directamente hacia la entrada y empecé a subir los
escalones lo más rápido que me permitían mis piernas. Pero cuando
estaba por la mitad de la escalinata me acordé de Juan. Me detuve y
miré por atrás pero no lo vi subir. Bajé los escalones hasta la
entrada. Entonces vi a Juan enfrente del hombre. Reteniéndole la
mirada, sin ninguna muestra de miedo. Estaban mirándose, pero veían
más allá de los ojos. Parecía que estaban hablando sin decir una
palabra.
No sé
cuanto tiempo pasaron los dos allí quietos. Pero al final el hombre
giró su cabeza y me vio. Yo me escondí como pude en un lado de la
entrada pero sin dejar de mirarles. Juan, en ese momento se acercó a
él y le cogió la mano. Un momento después le soltó y vino
caminando pasivamente hacia la entrada. Subió los escalones como si
fueran los de su casa. Yo le seguía perplejo, sin quitarle la vista
de encima.
Cuando
salimos de la cueva empezó a hablarme Juan sin levantar la cabeza
del suelo:
- Está
sufriendo.
- ¿Cómo?
- Él.
Está sufriendo, y lo hace por propia voluntad. No debemos
molestarle.
- ¿Qué
quieres decir?
- Lleva
más de tres mil años ahí encerrado. Fue condenado por su pueblo
porque había traído la ira de los dioses. Me ha contado que había
venido a orar a esta cueva. Les había hecho a los dioses una ofrenda
de frutas que había recogido. Pero que algunas de ellas tenían
manchas oscuras. No le dio importancia a las manchas. Pero el
sacerdote de su tribu se había alterado mucho. El sacerdote le dijo
que los dioses no querrían aquella ofrenda. Pero él no podía
conseguir otra así que se las dejó allí. Él no creía que los
dioses se fuesen a ofender por eso. Pero al día siguiente hubo una
gran tormenta. Cayeron piedras del cielo y destrozaron toda la
cosecha. La tormenta siguió durante varios días. El sacerdote dijo
al jefe de la tribu que debían dejar aquellas tierras. Pero debían
hacerle una ofrenda a los dioses para calmar su ira. Decidieron
ofrecerles un sacrificio humano. Y encerraron al culpable de la
ofensa en el altar. Dentro de su sarcófago. Eso que has visto no es
más que su espíritu. Está totalmente convencido que él fue el
culpable de la desgracia de su pueblo y que se debe quedar allí
hasta que los dioses le perdonen por su osadía. Debemos dejarle en
paz. Tienes que prometerme una cosa: debemos guardar su secreto.
Se lo
prometí sin dudarlo. Volvimos al pueblo cabizbajos y sin dirigirnos
ni una palabra, solamente un adiós cuando nos despedimos.
El resto
de aquel día lo pasé sin hablar con nadie. Estaba sumido en mis
pensamientos. Tenía presente en mi cabeza la figura de ese hombre y
el hecho de como corrí mientras Juan se había quedado con él.
Tampoco podía dejar de pensar en su historia. Pero al final me
venció el sueño.
Al día
siguiente, en el colegio, nos abordó Pancho:
-
¿Fuisteis a la cueva?
- Sí.-
le contestó Juan- fuimos allí. Pero no había nada que ver. Creí
que había una entrada pero no había nada.
Cuando
salimos del colegio Pancho nos preguntó:
-
¿Quedamos después de comer en la puerta de mi casa para ir a los
campos del tío Aurelio?
-
Conmigo no contéis. Me aburre ir allí a jugar.- le dijo Juan.
- A mí
también.- le contesté yo.
- Bueno
pues en ese caso me quedaré en casa.
No
volvimos a ir a jugar allí. Ni Juan ni yo teníamos ganas de
acercarnos a la cueva del nueve.
Dos
meses después, intrigado por lo ocurrido, me acerqué para ver
aquello otra vez. Fui solo. Con mucho miedo. Pero me llevé una gran
sorpresa. Cuando entré en la cueva y me dirigí a la entrada secreta
comprobé que no había tal entrada. No había ningún resto de ella,
ni tampoco de la losa. Era como si siempre hubiera estado allí la
pared sin ningún rasguño.
Poco
queda que contar. Poco a poco fuimos perdiendo el contacto entre
nosotros. Me enteré que Juan había comprado los campos del tío
Aurelio y que los había vallado. Supongo que lo habría hecho para
que nadie se acercase allí.
Desde
que ocurrió aquello Juan nunca volvió a tener aquel aire de
temblor.
Perdió
todos lo miedos que tenía en su cuerpo.
Solamente
deseo que Juan descanse en paz con Dios y que aquel alma encuentre
alguna vez el perdón de sus dioses.
FIN
Fernando Santana de la Oliva
Diciembre de 1999
ilustrado por Alfredo Santana de la Oliva
Agosto de 2012