lunes, 15 de agosto de 2011

La cueva del nueve

  
Dibujos cedidos por Alfredo Santana de la Oliva bajo licencia Creative Commons Reconocimiento-NoComercial-SinObraDerivada 3.0 Unported License. Para más información sobre el autor : http://asmaster-arte.blogspot.com.es/


Hoy he leído en el periódico la esquela de un amigo que tenía en mi infancia: Juan. Era un chaval delgado y rubio. Siempre con un aire de temor en el cuerpo. Con cara de empollón. Sólo teníamos once años cuando ocurrió un suceso que nos marcó por el resto de nuestras vidas.
Solíamos ir algunas tardes a jugar a los campos del tío Aurelio. Llamábamos así a aquella tierra, pero ninguno habíamos visto nunca al tío Aurelio. Juan decía que eran sus tierras y que no quería ver por allí a nadie. Su hermano mayor le dijo que si nos veía, nos golpearía con su enorme bastón y después nos llevaría a su casa para rellenar su despensa. Este comentario nos asustaba, aunque no lo suficiente como para que no volviésemos. Siempre que jugábamos allí estábamos con un ojo pendiente por si aparecía el "tío". Aquella era, y supongo que seguirá siéndolo, una zona poblada de rocas, arbustos y pequeñas cuevas. Abandonada por la mano del hombre hacía mucho tiempo. Una parte de aquellas rocas se la habían llevado para construir la iglesia del pueblo. Se notaba que había sido una cantera tiempo atrás, por las verticales paredes que veíamos por allí. En la parte de arriba de una de las paredes había un saliente y se observaba una frase escrita. Pancho me dijo que aquello lo había escrito los romanos hacía muchos años, que no debíamos ni acercarnos por si fuésemos a romperlo. Años más tarde comprobamos cual era nuestro error ya que la frase no estaba escrita en latín, sino en un castellano de lo más vulgar y que no quiero reproducir aquí. Era un comentario sobre lo que debía de hacer cierto "Felipe": tenía que tomar algo por el trasero, aunque no lo especificaba.
Solíamos subir a las rocas y mirar al horizonte. Eramos los reyes del reino y todo lo que veíamos nos pertenecía: el pueblo, las rocas, el campo... Comentábamos entre nosotros que cuando fuésemos mayores seríamos los gobernantes y acabaríamos con los pobres del mundo, que seríamos justos con todos nuestros gobernados... y varios sueños más de ese estilo. Recuerdo que hacíamos batallas contra los cardos borriqueros cuando estaban secos. Los cardos formaban un ejercito musulmán que quería volver a conquistar su Al-Andalus perdido. Nosotros éramos tres caballeros dispuestos a dar la vida por nuestra tierra, y armados con nuestras espadas luchábamos infatigablemente contra la horda invasora. Siempre acabábamos sudando y llenos de espinas en la ropa lo que provocaba una respuesta irritada por parte de nuestras madres.
También jugábamos mucho al escondite. Aquella tierra ofrecía muchas facilidades para esconderse. Un día, mientras jugábamos al escondite, a Pancho le tocaba buscarnos. A mí me encontró muy pronto, siempre usaba los mismos escondites, pero a Juan no lo encontraba por ningún sitio. Empezamos los dos a buscarlo pero no había manera de que apareciera.
- Oye, ¿y si se ha perdido en una de esas cuevas?- me preguntó Pancho mientras nos sentábamos en una piedra.
- No creo que Juan se halla adentrado mucho en las cuevas. Es muy cobardica para la oscuridad.
- Pero. Entonces, ¿dónde se ha metido?
- No lo sé. Vamos a buscarlo. Nos levantamos y vimos a Juan corriendo hacia nosotros.
- ¡Chicos!, ¡Pancho!, ¡Fernando! He encontrado una cosa. He encontrado...
- Tranquilo Juan- le dije cuando estaba llegando a donde estábamos.
- He encontrado una sala nueva. Allí en la gruta del nueve- así llamábamos a una cueva cuya entrada se asemejaba al número nueve. Era estrecha pero se agrandaba por arriba y a la izquierda. La entrada vista desde fuera parecía un nueve. 
La entrada vista desde fuera parecía un nueve.
La cueva del nueve

- ¿Cómo has encontrado una sala, si aquella cueva es sólo una sala?- le preguntó Pancho.
- Pues he encontrado una entrada. La luz que entra no llega a iluminarla. Parece que se ha caído una piedra y se ha abierto una puerta.
- Tenemos que ir a ver eso.- dije dando un paso hacia la cueva.
- Sí. Pero necesitaremos linternas porque allí no se ve nada. Nada de nada.
- Entonces, ¿por qué no quedamos mañana para ir a verla? Nos traemos nuestras linternas y la merienda para estar aquí más tiempo.- le contesté.
- Oye, yo me voy ya a casa, que tengo hambre y mi madre me estará esperando con la merienda.- dijo Pancho.
- Bueno. Pues nos vemos en la puerta de Pancho mañana después de comer.
Así quedamos para ir a investigar la sala oculta al día siguiente.
Solíamos quedar en la puerta de Pancho porque enfrente había un puesto donde solíamos comprar chucherías antes de ir a jugar. Nos las guardábamos para comérnoslas más tarde.
Mientras esperábamos Juan y yo, salió Pancho de su casa. Nos dijo:
- Hoy no puedo ir con vosotros. Mi madre me ha dicho que tengo que ir al médico.
- ¿Estás enfermo?- le pregunté.
- No. Tengo que acompañar a mi abuela.
- Bueno. Pues nos vemos mañana en el Cole.
De esta manera nos encaminamos nosotros dos a investigar aquella parte de la cueva que no conocíamos. Mientras nos dirigíamos a los campos del tío Aurelio no pude resistirme a hacerle a Juan una pregunta:
- Oye, Juan. ¿Cómo descubriste esa sala secreta si a ti te asusta la oscuridad?
- Por eso mismo. Sabía que Pancho me iba a buscar en la zona iluminada de la gruta, por eso me oculté en la zona oscura. Estaba pegado a la pared y noté que una gran losa se había caído al suelo. Me puse a investigar y encontré la entrada a una sala que no habíamos visto antes.
Hacía calor cuando llegamos. Nos detuvimos a descansar antes de entrar en la cueva.
- ¿Has traído tu linterna?- me preguntó Juan.
- Sí. Y algo mejor que eso.
- ¿Qué es? - Cerillas que le he quitado a mi padre.
- ¿Qué vas a hacer con ellas? - Voy a fabricar una antorcha. Me he traído un poco de gasolina para los mecheros.
Cogimos un palo que había allí. Le envolví la punta con un trapo viejo que también le quité a mi madre. Le eché la gasolina y le prendimos fuego.
Le eché gasolina y le prendimos fuego.
Encendiendo la antorcha

Juan con su linterna y yo con mi antorcha entramos en la cueva del nueve. La entrada secreta que había descubierto Juan era pequeña. Sólo cabía uno tras otro y a gatas. Al pasar la pared entramos en una amplia sala iluminada solamente por mi antorcha. El movimiento del fuego hacía que las paredes parecieran la superficie de un lago en un atardecer de verano. Este efecto y el hecho de que no conseguíamos ver el techo hacía que el aspecto de la sala nos intimidara.
- Oye. Esto me asusta.- me dijo Juan.
- Pero si aún no hemos visto nada.- le repliqué.
Avanzamos hasta la parte opuesta de la estancia. Encontramos una salida que hizo que nos detuviéramos al verla. Era rectangular, como si fuera una puerta. Nos acercamos despacio y vimos unos escalones que conducía hacia abajo.
- Esto lo ha tenido que construir alguien, ¿no te parece?- le dije a Juan.
- Sí. Pero, ¿quién ha podido hacerlo?
- No lo sé. Pero si bajamos a lo mejor encontramos algo que nos ayude a averiguarlo.
- Oye.- me dijo volviendo la cara hacia mí- Yo no bajo por ahí. Puede haber alguien o...
- ¿O qué? ¿Un fantasma? - Sí. Un fantasma. A mí esto no me gusta.
- Venga hombre. No tengas miedo. No sabes que los fantasmas no existen.- le contesté mientras empezaba a bajar por los escalones.
- Oye. Espérame.- decía bajando rápidamente los escalones hasta donde estaba yo.
Llegamos al final de la escalinata. Lo primero que nos llamó la atención fue el mosaico que estabamos pisando. Empezamos a mirar a nuestro alrededor lentamente, porque el espectáculo de luces que estabamos presenciando no nos permitía abarcarlo en una rápida mirada. Las paredes estaban recubiertas de pequeños cristales que nos devolvían la luz de la antorcha en múltiples tonos de rojo, con destellos que nos deslumbraban fugazmente. Parecía que las paredes estaban crepitando como unas brasas. Los reflejos nos envolvían y nos mantenían hipnotizados. Vimos, al final de aquella cámara una larga mesa que parecía un altar. Encima de esta había una caja con la forma de un ser humano. Nos quedamos con la vista fija en él.
- ¿Qué es eso?- me preguntó Juan con un ligero tembleque en su voz.
- ¿Parece un sarcófago?
- ¿Un qué? - Un sarcófago. Una especie de ataúd para momias.
- Yo... me voy. - Y se dio la vuelta en dirección a la escalinata.
- Tú te quedas conmigo.- le contesté cogiéndole del brazo. - Hemos llegado hasta aquí y vamos a continuar.
Yo también estaba asustado. La presencia del sarcófago me asustó mucho pero debía mantener el tipo delante de Juan. Siempre decía que era más valiente que él y me sentía en la obligación de seguir afirmándolo con mis actos. Si hubiera estado sólo no creo que hubiese llegado hasta allí.
Nos acercamos despacio hacia el altar, con la vista fija en el rostro del sarcófago. Creíamos que se iba a girar hacia nosotros. Cuando estuvimos junto al altar vimos detenidamente al hombre que estaba representado en la tapa del sarcófago. Tenía una cara hermosa, unos ojos sin vida mirando al techo. Un cuerpo fuerte protegido con una prenda que le cubría desde los hombros hasta por encima de las rodillas. La prenda estaba ceñida al cuerpo con ayuda de un cinturón.
Nos movimos alrededor del sarcófago para examinarlo.
- Esto se tiene que abrir por algún sitio.- le dije a Juan.
- ¡Qué vas a abrirlo! ¿Estas loco? Ahí dentro tiene que haber una momia.
- Exacto, y yo quiero verla.
- No lo hagas. Vámonos de aquí.
- Que sí. Tiene que ser impresionante ver una momia de verdad.- le dije intentando empujar la tapa.
- ¡Eslomkan!- dijo de repente una voz.
Me quedé petrificado. Giré lentamente la cabeza hacia donde venía la voz y vi a un hombre. Era el mismo que estaba representado en la tapa del sarcófago.
- ¡Eslomkan! ¡Kenargo jiam! - Me volvió a decir mirándome directamente a los ojos y señalándome con el brazo la entrada de la cámara.
Corrí como un rayo directamente hacia la entrada y empecé a subir los escalones lo más rápido que me permitían mis piernas. Pero cuando estaba por la mitad de la escalinata me acordé de Juan. Me detuve y miré por atrás pero no lo vi subir. Bajé los escalones hasta la entrada. Entonces vi a Juan enfrente del hombre. Reteniéndole la mirada, sin ninguna muestra de miedo. Estaban mirándose, pero veían más allá de los ojos. Parecía que estaban hablando sin decir una palabra. 
Corrí como un rayo directamente hacia la entrada ...
¡Eslomkan! ¡Kenargo jiam!

No sé cuanto tiempo pasaron los dos allí quietos. Pero al final el hombre giró su cabeza y me vio. Yo me escondí como pude en un lado de la entrada pero sin dejar de mirarles. Juan, en ese momento se acercó a él y le cogió la mano. Un momento después le soltó y vino caminando pasivamente hacia la entrada. Subió los escalones como si fueran los de su casa. Yo le seguía perplejo, sin quitarle la vista de encima.
Cuando salimos de la cueva empezó a hablarme Juan sin levantar la cabeza del suelo:
- Está sufriendo.
- ¿Cómo?
- Él. Está sufriendo, y lo hace por propia voluntad. No debemos molestarle.
- ¿Qué quieres decir?
- Lleva más de tres mil años ahí encerrado. Fue condenado por su pueblo porque había traído la ira de los dioses. Me ha contado que había venido a orar a esta cueva. Les había hecho a los dioses una ofrenda de frutas que había recogido. Pero que algunas de ellas tenían manchas oscuras. No le dio importancia a las manchas. Pero el sacerdote de su tribu se había alterado mucho. El sacerdote le dijo que los dioses no querrían aquella ofrenda. Pero él no podía conseguir otra así que se las dejó allí. Él no creía que los dioses se fuesen a ofender por eso. Pero al día siguiente hubo una gran tormenta. Cayeron piedras del cielo y destrozaron toda la cosecha. La tormenta siguió durante varios días. El sacerdote dijo al jefe de la tribu que debían dejar aquellas tierras. Pero debían hacerle una ofrenda a los dioses para calmar su ira. Decidieron ofrecerles un sacrificio humano. Y encerraron al culpable de la ofensa en el altar. Dentro de su sarcófago. Eso que has visto no es más que su espíritu. Está totalmente convencido que él fue el culpable de la desgracia de su pueblo y que se debe quedar allí hasta que los dioses le perdonen por su osadía. Debemos dejarle en paz. Tienes que prometerme una cosa: debemos guardar su secreto.
Se lo prometí sin dudarlo. Volvimos al pueblo cabizbajos y sin dirigirnos ni una palabra, solamente un adiós cuando nos despedimos.
El resto de aquel día lo pasé sin hablar con nadie. Estaba sumido en mis pensamientos. Tenía presente en mi cabeza la figura de ese hombre y el hecho de como corrí mientras Juan se había quedado con él. Tampoco podía dejar de pensar en su historia. Pero al final me venció el sueño.
Al día siguiente, en el colegio, nos abordó Pancho:
- ¿Fuisteis a la cueva?
- Sí.- le contestó Juan- fuimos allí. Pero no había nada que ver. Creí que había una entrada pero no había nada.
Cuando salimos del colegio Pancho nos preguntó:
- ¿Quedamos después de comer en la puerta de mi casa para ir a los campos del tío Aurelio?
- Conmigo no contéis. Me aburre ir allí a jugar.- le dijo Juan.
- A mí también.- le contesté yo.
- Bueno pues en ese caso me quedaré en casa.
No volvimos a ir a jugar allí. Ni Juan ni yo teníamos ganas de acercarnos a la cueva del nueve.
Dos meses después, intrigado por lo ocurrido, me acerqué para ver aquello otra vez. Fui solo. Con mucho miedo. Pero me llevé una gran sorpresa. Cuando entré en la cueva y me dirigí a la entrada secreta comprobé que no había tal entrada. No había ningún resto de ella, ni tampoco de la losa. Era como si siempre hubiera estado allí la pared sin ningún rasguño.
Poco queda que contar. Poco a poco fuimos perdiendo el contacto entre nosotros. Me enteré que Juan había comprado los campos del tío Aurelio y que los había vallado. Supongo que lo habría hecho para que nadie se acercase allí.
Desde que ocurrió aquello Juan nunca volvió a tener aquel aire de temblor.
Perdió todos lo miedos que tenía en su cuerpo.
Solamente deseo que Juan descanse en paz con Dios y que aquel alma encuentre alguna vez el perdón de sus dioses.
FIN
 
Fernando Santana de la Oliva
Diciembre de 1999
 ilustrado por Alfredo Santana de la Oliva
 Agosto de 2012

1 comentario:

  1. Me gustan mucho las historias protagonizadas por chavales, como la peli de cuenta conmigo, sólo que estos chicos no buscaban un cuerpo, directamente se lo encontraron.

    Me ha gustado ^^

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