La habitación número siete. Una historia de Halloween -
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Fernando Santana de la Oliva
A mediados de octubre, suelo recibir, ya por correo electrónico, ya por mensaje en el móvil, esos vídeos que comienzan con escenas muy tranquilas y relajantes, y de repente aparece un monstruo gritando que te da un susto de muerte… Muchos son montajes, pero algunos, algunos sí son reales. Yo lo sé. Una vez yo vi algo así. Fue hace mucho tiempo, en una habitación del hotelito que regentan mis padres cuando yo era un crío.
A mediados de octubre, suelo recibir, ya por correo electrónico, ya por mensaje en el móvil, esos vídeos que comienzan con escenas muy tranquilas y relajantes, y de repente aparece un monstruo gritando que te da un susto de muerte… Muchos son montajes, pero algunos, algunos sí son reales. Yo lo sé. Una vez yo vi algo así. Fue hace mucho tiempo, en una habitación del hotelito que regentan mis padres cuando yo era un crío.
En el hotel había una
habitación, la número siete, que cuando llegaba la semana del
treinta y uno de octubre, siempre decían que estaba ocupada. Es más,
durante esa semana estaba colgado del pomo de la puerta el cartel de
no molestar. Pero yo nunca vi entrar ni salir a nadie. Mi madre no
quería que entrase en la habitación. Aunque yo la ayudaba a veces a
limpiar otras habitaciones, la número siete la limpiaba ella sola.
Una vez un cliente, en el bar, comentó que en la habitación número
siete había muerto un hombre sin ninguna explicación. Decía que
había aparecido el muerto sin sangre y con su cara reflejaba el
horror, que tenía una expresión como si hubiera visto el mismo
infierno.
Durante los días previos al
treinta y uno de octubre, en el colegio, todos los niños nos
contábamos historia para asustarnos: historias de fantasmas, de
vampiros, de monstruos, de desapariciones y muertos. En la tele ponía
películas de miedo durante toda la semana. Se creaba un ambiente
prehalloween. Se sentía que algo macabro ocurriría.
El día treinta y uno de
octubre, al anochecer, estaba dando un paseo fuera del hotel para ver
la luna llena que acababa de salir. Tenía que demostrarme a mí
mismo que no tenía miedo de estar fuera de casa en la noche de
Halloween. Caminando vi que la ventana de la habitación siete estaba
abierta. Me acerqué intentando no hacer ruido. Me había puesto
nervioso. Miré dentro pero no vi nada. Estaba empezando a asustarme.
Pero mi orgullo me decía que no debía tener miedo a nada, y menos
de una habitación o de lo que decía de ella. Así que me colé en
la habitación, decidido a ver si había algo de lo que tener miedo.
Me metí en el armario, que tenía una puerta corredera que dejé un
poco abierta para tener buena visión de la habitación. Y esperé.
Un rato después, cuando me estaba quedando dormido, escuché un
susurro. Miré y vi unas pequeñas luces dentro moviéndose por la
habitación. Parecía unas luciérnagas danzando. Se movían
acercándose poco a poco al armario donde estaba yo agazapado. Se
detuvieron cerca de la puerta, como sintieran mi presencia. De
repente se transformaron en una cara demacrada y de su boca salió un
grito desgarrador que penetraba en la cabeza como si clavaran agujas
dentro del cerebro. Después desapareció. No sé cuanto duró, pero
del susto me quedé inmóvil. No podía moverme. No me atrevía a
salir del armario. Por mi mente aparecieron pensamientos siniestros.
Me veía ahí en el armario quieto hasta que moría. Que me
encontraban muerto, totalmente rodeado de telarañas, con la cara
demacrada y el cuerpo desfigurado. Vi mi entierro, a mis padres
llorando. Vi que me convertía en un fantasma que pululaba por el
hotel. Hasta que no pasaron varias horas y amaneció no fui capaz de
moverme y volver por donde había venido. No le conté a nadie lo que
había visto, y mucho menos a mis padres. Conocía el secreto del
hotel. Ese que trataban de ocultar mis padres. Desde entonces, cuando
llegaba Halloween, mis padres no la alquilaban. Decían que ya estaba
reservada. Siempre se escuchaban gritos y lamentos dentro de la
habitación. Pero lo más sorprendente no fue eso, sino lo que pasó
un treinta y uno de octubre de varios años después.
Estaba mi abuelo pasando
unos días en el hotel porque tenía que hacerse unas pruebas en el
hospital. Ya tenía sus años y sus achaques, aunque se le veía
fuerte. Un hombre que ha pasado toda su vida trabajando en una
granja, encargándose personalmente de plantar y de recoger la
cosecha, de darles de comer a los cerdos, a las cabras y a las
gallinas. También alguna que otra vez tuvo que hacer de mamporrero.
No le tenía miedo a nada.
Lo alojaron en la habitación
siete. Estaba previsto que el día veintiocho estuviera de vuelta en
su casa. Pero mis padres no contaron con los retrasos en el hospital.
Por lo que tuvo que quedarse más tiempo. Temían lo que pudiera
pasar el día treinta y uno y les escuché sin que lo supieran una
conversación entre ellos:
- Mira que si pasa lo de todos
los años. Y si tu padre está dentro, le puede dar un infarto. No
podemos dejar que pase la noche ahí. - le susurraba mi madre a mi
padre.
- Ya lo sé. Pero, ¿como
quieres que se lo diga, si es más terco que una mula?
El caso es que mi abuelo se
negaba a abandonar la habitación. Que no hacia falta, que estaba
bien donde estaba, que no entendía el porqué...
Ese día mi hermanito
pequeño, de dos añitos, disfrazado de Drácula, con un cesto para
recoger caramelos, no se atrevía a decirle nada al abuelo. Tenía
pánico de él. Pero mi madre le presionó y acabó diciéndole,
temblándole la voz: “¿tuco o tato?”. Más de setenta años
recibiendo la luz del Sol arrugan cualquier piel, y mi abuelo
asustaba con solo mirar. Aunque en ese momento lo único que hizo fue
subir una ceja. En el caso de mi abuelo, alzar una ceja quería decir
“¿Qué carajo es eso?”.
- Abuelo, es la fiesta de
Halloween.- le expliqué yo.
- “Jalo- ¿qué?”
- Halloween. la palabra viene
de “All Hallows’ Even” que significa “Vispera de todos los
santos”. Los niños van disfrazados y dicen “¿Truco o trato?”
para que les den caramelos, si no se los dan harán una travesura.
Después de hacerle esta
aclaración al abuelo, éste miró a mi hermanito de tal manera que
el niño se fue llorando buscando a mi madre, dejando caer los
caramelos que tenía en la cesta. No volvió a acercarse al abuelo
durante todo el día.
Pero por la noche de ese día
treinta y uno de octubre, mis padres estaban cerca de la habitación
siete. Vigilando la puerta. Preocupados por lo que podía ocurrir. Yo
me acerqué sin que me vieran. Escondido detrás de un gran macetón
que había en el pasillo.
Pero antes de continuar la
historia tengo que aclarar una cosa. Cuando tenía ocho años, en el
barrio sólo se conocía el judo y el kárate como artes marciales,
sí bueno, también veíamos la serie kung-fú , pero eso era muy
místico. Pero ahora, hay tal cantidad de artes marciales, que no
sabe uno de que le están hablando, que si takewondo, ninyistsu,
capoira, tai-chí, chikum, pilates, etc. Aún así, mi padre siempre
decía que todas esas cosas no servían para nada, que el mejor arte
marcial era el que conocía mi abuelo, que con un solo golpe era
capaz de dejar K.O. a cualquiera. Según mi padre el abuelo dominaba
el arte de “naostiabiendá”.
Y eso fue lo que escuchamos:
una ostia bien da. Mi padre se acercó corriendo, llamó a la puerta
de la habitación gritando:
- ¡Padre!, ¡Padre! ¿Está
usted bien? ¡Padre!
Mi madre y yo estábamos
detrás esperando asustados. Se abrió la puerta y apareció mi
abuelo con cara de pocos amigos. También de sueño.
- ¿Qué pasa? ¿No se puede
dormir en esta casa?- Preguntó enfadado. - Pero, pero… ¿No le ha pasado nada? ¿Se encuentra bien, Padre?
- Sí, estoy bien. ¨Solamente había un bicho en la habitación molestando y ya no está.”
Nos asomamos a la habitación
y vimos la señal de una mano enorme en la pared. Era el relieve de
la mano del abuelo. Entonces, el abuelo dijo:
- ¿Qué hacéis aquí?
Mañana hay que levantarse temprano que tenemos que ir al cementerio
a visitar a la abuela. Venga, a dormir. - Y cerró la puerta,
dejándonos a los tres con un palmo de narices, como si ninguno
creyésemos lo que había ocurrido.
Nos fuimos a dormir sin
cruzar una palabra entre nosotros. Y desde entonces nadie comenta
nada de aquello. El agujero con forma de mano que dejó el abuelo se
tapó con un cuadro. Mis padres siguieron con la costumbre de no usar
la habitación el día treinta y uno de octubre, aunque ya no se oían
ruidos extraños. Y todos los días uno de noviembre íbamos al
cementerio a ver a la abuela, sin falta.
FIN
Fernando Santana de la Oliva
Octubre de 2015