domingo, 12 de febrero de 2012

La tía Carmela

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La tía Carmela vivía sola. Sola con sus muebles y sus recuerdos. Con sus costumbres y sus manías. Era una vieja soltera que se quedó para vestir santos y cuidar a su madre. Siempre vestía de negro. Una rebeca negra sobre un chalequito negro, con una falda negra sobre unos leotardos negros. El contraste lo ponía su cabello blanco. Totalmente blanco. Llevaba el pelo cardado y parecía que acabara de salir de la peluquería. Una frente ancha. Las cejas blancas y delgadas coronaban unos ojos inteligentes. La nariz un poco respingona y siempre tenía una leve sonrisa en la boca. No era alta, pero tenía el talle delgado.


Vivía en una casa grande de pueblo con muchas estancias, todas llenas de cosas antiguas, o “cosas de viejas” como las llamábamos sus sobrinos. La casa era un laberinto. Tenía muchos muebles de principios del siglo pasado que pertenecieron al ajuar de su madre. Hasta tenía un Cristo de marfil que coronaba la salita donde pasaba la tarde haciendo ganchillo. Aquella casa estaba llena de recuerdos que solamente ella era capaz de apreciar.


Las navidades eran unas fiestas muy especiales para ella. El árbol del Navidad y el Belén los los había colocado la semana anterior a la víspera de Navidad. El día veinticuatro, después del almuerzo, organizaba la casa para la visita de sus sobrinos, dos niños y una niña.


Preparaba una gran mesa llena de polvorones, mantecados, alfajores, turrones, mazapanes... Sólo de recordar esa mesa, que desde mi punto de vista era inmensa, se me hace la boca agua. También preparaba chocolatito para los críos y café para los mayores. Le gustaba ser una buena anfitriona.


Los niños, mis hermanos y yo, queríamos ir a ver a la tía Carmela todas las navidades. Nos gustaba jugar en una casa que se había quedado atrapada en los años cuarenta, como decía mi madre. Nuestra “tita”, tal y como la llamábamos los niños, nos preparaba un pasatiempo por toda la casa.. El juego que nos planteaba era una especie de yincana en la que íbamos de pista en pista buscando por toda la casa la solución a los acertijos. A veces era un espejo pequeñito que tenía encima de la cómoda de su habitación, otra vez la pista estaba al pie de una enorme bola del mundo (que en realidad era un mueble bar), otra vez la pista estaba en la parte de abajo de un pequeño cajón que tenía un relicario, otra vez la pista era el tiempo que marcaba un pequeño reloj de arena que había en una estantería, con los segundos que tardaba calculábamos los pasos que teníamos que dar en el pasillo hasta el siguiente acertijo. Usaba sitios inimaginables. A veces, para descifrar los enigmas teníamos que usar las mentes de los tres hermanos juntas. Había ocasiones que íbamos a darnos por vencidos y pedíamos ayuda a nuestro padre, él nos decía que lo tenía prohibido, que teníamos que solucionarlo nosotros solos o no habría premio. Pero al final siempre conseguíamos llegar al final de los rompecabezas y obteníamos nuestro premio: los juguetes que nos regalaba por Navidad. Esa era su manera de demostrarnos que eramos su sobrinos favoritos (aunque tampoco es que tuviera otros). Nos imaginábamos que éramos arqueólogos, como Indiana Jones, en una aventura. Una vez, mi madre quiso participar, pero las pruebas que le preparó, especialmente para ella, fueron tan complicadas que quedó en ridículo delante de sus hijos y no volvió a retarla nunca más.


Mi padre nunca entendió de donde venía esta afición por las “maquinaciones” a su hermana. -Si ella nunca había hecho nada- decía él- salvo cuidar a su madre.


Una de esas vísperas de Navidad, cuando ya habíamos terminado el juego, le preguntamos por que no tenía un televisor, deseábamos ver los dibujos animados que estarían emitiendo es ese momento. La respuesta nos dejó perplejos. Sí que tenía uno, pero que estaba en el desván. Lo había comprado hacía mucho tiempo. Pero descubrió que cuando lo usaba se pasaban las horas delante del aparato y después no tenía tiempo para hacer nada. En ese momento mis hermanos y yo pensamos que nuestra tía era muy rara. Ahora creo que fue inteligente.


Otra día, le comenté que le había pedido a los reyes magos un ordenador personal y le pregunté si ella tenía uno. Me contestó:


- No, querido. No tengo un ordenador personal, ya ordeno yo sola la casa sin que venga nadie a ayudarme.- su respuesta me dejó tan confundido que no le pregunté nada más aquel día.


Mis padres siempre insistieron en que nos acompañara a la cena de Nochebuena, pero siempre encontraba una escusa para eludirlo. Nunca celebró la Nochebuena con nosotros. Sólo salía de casa esa noche para ir a la misa del gallo. A mi madre nunca le gustó que rechazara la invitación. Era algo desconcertante, aunque mi padre siempre decía que era una de sus manías y que no era tan importante.


Cuando falleció la tía Carmela, me tocó acompañar a mi padre a arreglar las cosas que tenía pendientes. Estuvimos mirando por la casa, curioseando entre todas las cosas. Mientras revisábamos todo hallamos una caja de madera tallada a mano con dibujos geométricos en la tapa. Parecía un joyero, pero estaba llena de recortes de prensa. Casi todos trataban sobre una serie de atracos que se había hecho en los años cincuenta. Resultó que era la misma persona la que había cometido los crímenes. Encontramos también uno en el que narraba como lo arrestaron. Saqué todos los papeles de la caja y al volcarla sonó algo dentro. La Sacudí, pero no salió nada. Parecía que hubiese algo suelto. Conociendo a mi tía pensé que la caja tendría algo oculto. Comparé el fondo de la caja con el alto que tenía y deduje que habría un doble fondo. Toqué la paredes de la caja y hallé un compartimento secreto. Esto era de esperar de mi tía. Por un momento creí que me iba a encontrarme otro acertijo, pero lo que encontramos fueron dos cartas.


Al leer la primera carta se nos aclaró porqué había tantos recortes de periódico. Ésta carta era del atracador y estaba dirigida a mi tía. Fue una sorpresa enorme. Decía así:



Amada mía.


Ésta es la primera y la última vez que puedo escribirte. Sé que debería haber hecho algo para que hubieras tenido noticias sobre mí, pero creo que los periódicos ya te han puesto al corriente. Mañana será mi último día en este mundo. No habrá un después. Ya sé que no volveré a verte y no estaba seguro de si debía o no ponerme en contacto contigo. Pero en el momento en el que me encuentro he de recurrir a ti. Quiero sentir que no soy solamente un alma condenada a vagar solitaria por toda la eternidad.


Si esta carta te llega será gracias a un amigo que me ha prometido hacértela llegar. En las cárceles de este país apenas existe la comprensión ni la compasión.


Mi mente rememora esa noche en que estuvimos juntos. Esa noche en la que me sentí el hombre más afortunado de la Tierra por el solo hecho de ver tu cara iluminada por un rayo de la Luna. Aquella media sonrisa que mantenías en la cara cuando me mirabas y no conseguía adivinar que pasaba por tu cabeza. Aquellas caricias que te hacía procurando no contaminar tu suavidad con mis ásperos dedos. Me sentía dichoso. Aquella noche ha sido lo único que ha conseguido que mi mente no se disolviera en esta podredumbre.


Cuando descubriste que me vigilaba la policía y decidiste esconderme en la casa que estaba junto a la iglesia. No sé que fue lo que viste en mí, aunque yo sí sé lo que vi en ti. Vi un ángel. A un ángel que me enviaba Dios para enmendarme. Estuvimos escondidos en la casa hasta el día siguiente. Encontramos una botella de vino y dos copas. Nos servimos el vino y el dulce licor nos liberó de las ataduras que teníamos en nuestros espíritus. Eras un alma inocente que se me entregaba voluntariamente. Estaba enamorado de ti desde el primer momento. Te deseaba. Deseaba entregarme a ti en cuerpo y alma.. Y lentamente nos acariciamos, nos besamos. Nos amamos intensamente. No sé si Dios podrá perdonarme haber amado a uno de sus ángeles. Haber llevado el Edén durante una noche a la Tierra. Toda la felicidad que pude haber sentido durante toda mi vida la disfruté contigo concentrada en esas horas.


Desde aquella noche en que me salvaste la vida y conseguiste crear algo bueno dentro de mí te he amado. Quiero darte las gracias por haber compartido aquella noche conmigo. Ahora desearía no haberme ido de allí aquella mañana. Intentar alguna otra cosa para haber podido estás contigo. Pero escogí el camino equivocado.


Sólo quería pedirte que me recordaras. Que te tomaras una copa de vino cada Nochebuena recordando aquella botella que disfrutamos juntos. Y que durante un momento, pienses en mí . Con eso conseguirás que no muera del todo mañana.


Tuyo, para siempre


Ernesto



Revisé otra vez los recortes y encontré uno en el que se daba la noticia de la ejecución. La segunda carta era de mi tía y estaba dirigida a mi padre.



Querido hermano.


Nunca me atreví a confesarte nada de lo que pasó aquella Nochebuena que estuve desaparecida. No quise contarle a nadie lo que en realidad me había pasado. Por eso os conté la historia de la pérdida de conocimiento en la iglesia y que nadie pudo ayudarme porque estaba dentro del confesionario. Pero lo que pasó aquella noche no lo pude esconder a Mamá. Ella descubrió que había perdido la inocencia. Que ya no era casta. Se enfadó mucho conmigo. No me perdonó hasta que le prometí que cuidaría de ella hasta el fin de sus días.


Quería reservarme para mí lo que me había pasado. Si has leído la carta que acompaña a ésta entenderás porque nunca quise acompañaros a ti y a tu familia en Nochebuena. Aquella noche sólo era para él. La dedicaba a su memoria y a rememorar lo que me ocurrió. Ha sido el único amor que he tenido en mi vida y le he sido fiel todos estos años.


Pasaba la noche de la víspera de Navidad releyendo su carta, mirando los recortes y rememorando esa Nochebuena. Abría una botella de vino y servía dos copas. Yo bebía pausadamente, saboreando cada sorbo. En mi cabeza imaginaba que estaba conmigo y conversaba con él.. Que pasábamos la noche juntos otra vez. Necesitaba esa noche solamente para mí. Para dedicársela a él.


Muchas noches soñaba con que tenía una familia con mi amado, pero lo más parecido ha sido el cariño que he sentido con tus hijos. Han sido la mayor alegría que he disfrutado desde entonces.


Espero que lo comprendas y puedas perdonar mis actos. Nunca me arrepentí de lo que hice. Ahora espero poder reunirme con él.


Tuya

Carmela.



Mientras mi padre leía la segunda carta no pudo evitar que se le escaparan las lágrimas. Empezaba a comprender a su hermana después de toda una vida .


Después de aquel día, todas las vísperas de Navidad, cuando abro una botella de vino, no puedo evitar recordar aquellas cartas. Entonces, me sirvo una copa y brindo por mi tía y por su amado, Esperando que se hallen juntos allá donde estén.


FIN


Fernando Santana de la Oliva

febrero de 2012