martes, 23 de agosto de 2011

El ruido del motor de la nevera de los congelados (de los congelados del supermercado)

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El ruido del motor de la nevera de los congelados (de los congelados del supermercado) by Fernando Santana de la Oliva is licensed under a Creative Commons Reconocimiento-NoComercial-CompartirIgual 3.0 Unported License.

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El ruido que hacía el motor de la nevera de los congelados acompañaba el lento paso del tiempo. La noche en el supermercado solía ser tranquila. No ocurría nada extraordinario.
Los paquetes de ensaladilla se iban acomodando. Los ladrillos de espinacas contaban las vitaminas que tenían. Mientras las botellas de vino se giraban para que no se estropeara su preciado líquido y las harinas se compactaban en sus envoltorios de papel.
Al ruido de los pasos del vigilante, le acompañaba un sordo rumor que provenía de las mercancías que estaban expuestas. Si se acercaba el oído lo suficiente podía escucharse...
-Te veo un poco más ácido que de costumbre.- comentaba el aceite de oliva al vinagre.
-Hoy me siento en forma.- decía la lecha desnatada.
-Pues yo me encuentro lleno de energía.- afirmaba alegremente el paquete de cereales para el desayuno.
-¡Shhhhhh!- mandaba a callar el desodorante en spray.

En medio de un pasillo, junto a la nevera de los congelados, había una pirámide de botes de leche en polvo. Estaba construida de forma imponente, pero, de tal manera que los clientes del supermercado sólo podían coger los botes que estaban en la parte de arriba, ya que si cogían un de los botes de la parte de abajo, ésta se derrumbaría. Pero uno de los botes de la base de la pirámide había sufrido un golpe durante el transporte hasta el supermercado, y nadie se había fijado en el agujero que tenía, ni que había perdido buena parte de su contenido y que estaba casi vacío.
La estructura del bote empezó a ceder por el peso de la pirámide.
Un crujido se oyó.
Todo el mundo se calló
… y de repente...
Un estruendo sonó.
Toda la pirámide se derrumbó. Algunos botes se abrieron por el golpe, otros estaban rodando por el pasillo, y uno fue girando y girando hasta donde estaba el interruptor de la nevera de los congelados.
Y la apagó. Y el ruido del motor de la nevera de los congelados cesó.
Los pasos del vigilante se dirigieron al pasillo.
-¡Qué desastre!- exclamó al ver lo que había ocurrido. Contempló durante un momento los restos de la pirámide.
-Uhm. Creo que ahora no se puede hacer nada, mejor lo apunto para ver que se hará mañana por la mañana.- Comentaba mientras se rascaba la cabeza. Se giró y continuó su ronda sin percatarse de que la nevera de los congelados estaba silenciosa.
Al rato, el sordo rumor continuó en todo el supermercado, pero dentro de la nevera de los congelados, este rumor estaba aumentando debido a la preocupación por la subida de la temperatura.
-¡Estoy perdiendo las vitaminas!- decía asustada la menestra.
-¡Nos derretimos!- se alarmaban los helados.
-Se me está fundiendo el queso.- se lamentaba la pizza margarita, y las croquetas se preocupaban porque se les escapaba la bechamel.
El murmullo disimulaba la ausencia del zumbido del motor de la nevera y el vigilante no advertía lo que ocurría.
-Alguien debería hacer algo.- afirmó sabiamente un paquete de patatas fritas.
-Sí, habría que hacer algo.- apoyó enérgicamente el papel higiénico.
-Yo no me puedo mover.- se lamentaba un paquete de lentejas.
-Yo no puedo tocar el suelo, me contaminaría.- decía una manzana.
Y así todos tenían una escusa para no hacer nada.
Pero una botellita de cava, que no se pudo vender las pasadas navidades, vio que ningún artículo realmente tenía intención de “hacer algo”. La botellita llevaba bastante tiempo para saber que los artículos sólo deseaban estar en perfectas condiciones para los clientes, por lo que no harían nada que les perjudicara. Las tragedias que se daban cuando los productos caducaban, afectaban muy poco a los demás.
La botellita tomó una decisión. Ella sabía que no tenía muchas posibilidades de ser vendida, pero sí sabía que podía hacer algo para que no se estropearan los productos congelados. Así que, se acercó al borde de la estantería, se inclinó y se dejó caer al suelo.
El golpe rajó un poco el cristal de la botellita. Ésta comenzó a girar dirigiéndose a la nevera de los congelados, esquivando los botes que se habían caído. Los demás productos del supermercado, al ver lo que estaba haciendo la botellita, se fueron callando.
… y empezaron a animarla:
-¡Gira!,¡gira!,¡gira!....
Y llegó adonde estaba el interruptor de la nevera, pero desgraciadamente no alcanzaba a tocarlo, porque era pequeñita.
-¡Ooooohh!- Se escuchó por todo el supermercado, y empezaron a perder la esperanza. Los productos de la nevera empezaron a llorar produciendo escarcha. Pero ellos no sabían que la botellita aún tenía un as en la manga.
Los artículos empezaron a comentar entre ellos que había sido inútil el sacrificio de la botellita, que si había sido una estúpida haciendo esto. Que el problema no tenía remedio...
De repente, la botellita empezó a temblar. Aparecieron burbujas, muchas burbujas, muchas muchas burbujas... hasta que...
¡¡PON!!
Se descorchó.
… y todos se callaron por el susto.
El sonido alertó al vigilante que llegó raudo y veloz al lugar donde se estaba vaciando la botellita. Se agachó y la cogió sorprendido, preguntándose como habría llegado hasta allí. Entonces, debido al silencio, se dio cuenta de que faltaba el ruido del motor de la nevera de los congelados, ese que le acompañaba todas las noches. Volvió a mirar adonde estaba derramado el cava y advirtió que el interruptor de la nevera estaba apagado. No tardó en encenderlo.
-Si no llega a saltar el corcho de esta botella, no me doy cuenta de que la nevera de los congelados estaba apagada.- comentaba para sí mismo mientras caminaba hacia una papelera a deshacerse de la botellita.
El murmullo de los artículos del supermercado regresó. Los productos comentaban lo acertada que era la observación del vigilante. Los congelados se recuperaron y lo celebraron produciendo más escarcha.
La botellita, que no se abrió en una celebración, lo hizo por algo que, para ella, sí era un motivo para descorchar un botella de cava. Ésta descansaba feliz al fondo de una papelera, mientras el ruido del motor de la nevera de los congelados acompañaba el lento paso del tiempo.
Fin
Fernando Santana de la Oliva
Agosto de 2011
Revisado en marzo de 2012.

lunes, 15 de agosto de 2011

Historia de dos vagabundos.

Dibujo cedido por Alfredo Santana de la Oliva bajo licencia Creative Commons Reconocimiento-NoComercial-SinObraDerivada 3.0 Unported License. Para más información sobre el autor : http://asmaster-arte.blogspot.com.es/
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Los dos vagabundos estaban sentados en un banco en el exterior de la estación de trenes. La estación estaba situada junto a un precipicio desde el que se divisaba una hermosa vega, con distintos tonos de verde y amarillo recortados rectangularmente, como si fuera una inmensa alfombra hecha a partir de retales. Dos o tres nubes dejaban sombras fantasmales que se perseguían unas a otras.
Uno de los dos estaba vestido, o mejor dicho cubierto, con trapos harapientos que habían perdido todo su color original. La barba grisácea se le arremolinaba alrededor de la barbilla. El otro llevaba un gorro de lana para tapar su calvicie. Con una chaqueta recompuesta en la manga izquierda. Y unos pantalones con remiendos de florecitas.
-Se está bien aquí, ¿no crees?
-Sí. Se está tranquilo.
Vieron acercarse a lo lejos una paloma. La siguieron con la mirada mientras la paloma volaba placidamente hacia ellos.
-Oye, viene hacia aquí.-comentó tranquilamente.
-Pues sí. Que curioso.-contestó alzando la cabeza.
La paloma aterrizó entre ellos y empezó a picotear miguitas de pan que había encima del banco. Los dos observaron la paloma y después se miraron socarronamente.
-Guisada tiene que estar buenísima.
-Siiií- comentó mientras se le hacía la boca agua.
La atraparon entre los dos. Uno de ellos se la acercó a la cara para verla mejor:
-Tú vas a ser nuestra cena. Hace tiempo que no como algo parecido al pollo.-le dijo a la paloma mirándola fijamente a los ojos.
-¿Qué tiene en la pata? Parece que tiene atado algo.
Llevaba atado un papelito. Se lo quitaron con mucho cuidado.
-Dice: "No sois nada más que dos personajes en la imaginación de un escritor aficionado".
-¿Qué raro? ¿Quién puede enviar un mensaje así?
-Alguien que tiene palomas mensajeras. Aunque ésta, me parece que no va llegar a entregar su mensaje.
Se guardó la paloma en uno de sus enormes bolsillos y la dejó dentro sujetándola con la mano.
-¿Te imaginas que el mensaje fuera para nosotros? Dos personajes... Tú y yo dos personajes... Que imaginación tienen algunos.
Su compañero no contestaba. Estaba mirando hacia el horizonte.
-Oye. Despierta- le apremió.
-¡Eh! Perdona estaba pensando en el papelito. Es curioso lo que pone. Que somos personajes en la imaginación de una persona, que escribe lo que hacemos y lo que decimos.
-Jo, jo, Nunca había escuchado una historia tan estúpida. ¿Quién querría escribir algo sobre nosotros? Si tuviéramos algo que contarle al mundo sería posible, pero no estamos aquí para eso.
-¿ Y para qué estamos aquí?
-No lo sé, pero hay una vista muy bonita Se quedaron mirando la vega mientras pasaba un avión dejando una estela blanca en el cielo.
-Oye, llevo pensando un rato... Y no encuentro ninguna manera de demostrar que no somos dos personajes de ficción.
-¡Y sigue con la historia! Te estas poniendo pesadito con eso de los personajes. ¿Quieres una demostración de que no somos dos personajes? Pues toma.-Y le arreó un golpe en el pecho.
-¡Ay! -¿Qué? ¿Te ha dolido? Pues eso demuestra que somos de carne y hueso.
-¡Hombre, pero que simple eres! ¿No puedo escribir en un papel que me has dado un golpe y la respuesta que yo te he dado?- le respondió poniéndose una mano en el pecho donde le había golpeado.
-Pues... Tienes razón. Pero, ¿sería tan malo ser sólo un personaje de ficción? En las películas están muy bien.
-¡¿Cómo?! Piensa bien lo que dices. Eso significaría que no disponemos de voluntad propia, que no hacemos lo que deseamos hacer, sino lo que otro quiere que hagamos.
-¿Algo así como que no podemos evitar el destino?
-Sí, algo así. Además...
-¿Qué?
-Si eso es así, nosotros debemos de ser los destinatarios de ese mensaje.
-Bueno. En ese caso, nadie echará de menos esta palomita. ¿Tienes hambre? Yo sí. Así que vamos a comérnosla.- Decía mientras se levantaban- Además, si alguien estuviera escribiendo esta conversación que estamos teniendo, ¿no crees que tiene que estar muy aburrido?
-Probablemente Y los dos vagabundos salieron de la estación dispuestos a cocinar la paloma que les envié.
FIN
Fernando Santana de la Oliva
Diciembre de 2000

La cueva del nueve

  
Dibujos cedidos por Alfredo Santana de la Oliva bajo licencia Creative Commons Reconocimiento-NoComercial-SinObraDerivada 3.0 Unported License. Para más información sobre el autor : http://asmaster-arte.blogspot.com.es/


Hoy he leído en el periódico la esquela de un amigo que tenía en mi infancia: Juan. Era un chaval delgado y rubio. Siempre con un aire de temor en el cuerpo. Con cara de empollón. Sólo teníamos once años cuando ocurrió un suceso que nos marcó por el resto de nuestras vidas.
Solíamos ir algunas tardes a jugar a los campos del tío Aurelio. Llamábamos así a aquella tierra, pero ninguno habíamos visto nunca al tío Aurelio. Juan decía que eran sus tierras y que no quería ver por allí a nadie. Su hermano mayor le dijo que si nos veía, nos golpearía con su enorme bastón y después nos llevaría a su casa para rellenar su despensa. Este comentario nos asustaba, aunque no lo suficiente como para que no volviésemos. Siempre que jugábamos allí estábamos con un ojo pendiente por si aparecía el "tío". Aquella era, y supongo que seguirá siéndolo, una zona poblada de rocas, arbustos y pequeñas cuevas. Abandonada por la mano del hombre hacía mucho tiempo. Una parte de aquellas rocas se la habían llevado para construir la iglesia del pueblo. Se notaba que había sido una cantera tiempo atrás, por las verticales paredes que veíamos por allí. En la parte de arriba de una de las paredes había un saliente y se observaba una frase escrita. Pancho me dijo que aquello lo había escrito los romanos hacía muchos años, que no debíamos ni acercarnos por si fuésemos a romperlo. Años más tarde comprobamos cual era nuestro error ya que la frase no estaba escrita en latín, sino en un castellano de lo más vulgar y que no quiero reproducir aquí. Era un comentario sobre lo que debía de hacer cierto "Felipe": tenía que tomar algo por el trasero, aunque no lo especificaba.
Solíamos subir a las rocas y mirar al horizonte. Eramos los reyes del reino y todo lo que veíamos nos pertenecía: el pueblo, las rocas, el campo... Comentábamos entre nosotros que cuando fuésemos mayores seríamos los gobernantes y acabaríamos con los pobres del mundo, que seríamos justos con todos nuestros gobernados... y varios sueños más de ese estilo. Recuerdo que hacíamos batallas contra los cardos borriqueros cuando estaban secos. Los cardos formaban un ejercito musulmán que quería volver a conquistar su Al-Andalus perdido. Nosotros éramos tres caballeros dispuestos a dar la vida por nuestra tierra, y armados con nuestras espadas luchábamos infatigablemente contra la horda invasora. Siempre acabábamos sudando y llenos de espinas en la ropa lo que provocaba una respuesta irritada por parte de nuestras madres.
También jugábamos mucho al escondite. Aquella tierra ofrecía muchas facilidades para esconderse. Un día, mientras jugábamos al escondite, a Pancho le tocaba buscarnos. A mí me encontró muy pronto, siempre usaba los mismos escondites, pero a Juan no lo encontraba por ningún sitio. Empezamos los dos a buscarlo pero no había manera de que apareciera.
- Oye, ¿y si se ha perdido en una de esas cuevas?- me preguntó Pancho mientras nos sentábamos en una piedra.
- No creo que Juan se halla adentrado mucho en las cuevas. Es muy cobardica para la oscuridad.
- Pero. Entonces, ¿dónde se ha metido?
- No lo sé. Vamos a buscarlo. Nos levantamos y vimos a Juan corriendo hacia nosotros.
- ¡Chicos!, ¡Pancho!, ¡Fernando! He encontrado una cosa. He encontrado...
- Tranquilo Juan- le dije cuando estaba llegando a donde estábamos.
- He encontrado una sala nueva. Allí en la gruta del nueve- así llamábamos a una cueva cuya entrada se asemejaba al número nueve. Era estrecha pero se agrandaba por arriba y a la izquierda. La entrada vista desde fuera parecía un nueve. 
La entrada vista desde fuera parecía un nueve.
La cueva del nueve

- ¿Cómo has encontrado una sala, si aquella cueva es sólo una sala?- le preguntó Pancho.
- Pues he encontrado una entrada. La luz que entra no llega a iluminarla. Parece que se ha caído una piedra y se ha abierto una puerta.
- Tenemos que ir a ver eso.- dije dando un paso hacia la cueva.
- Sí. Pero necesitaremos linternas porque allí no se ve nada. Nada de nada.
- Entonces, ¿por qué no quedamos mañana para ir a verla? Nos traemos nuestras linternas y la merienda para estar aquí más tiempo.- le contesté.
- Oye, yo me voy ya a casa, que tengo hambre y mi madre me estará esperando con la merienda.- dijo Pancho.
- Bueno. Pues nos vemos en la puerta de Pancho mañana después de comer.
Así quedamos para ir a investigar la sala oculta al día siguiente.
Solíamos quedar en la puerta de Pancho porque enfrente había un puesto donde solíamos comprar chucherías antes de ir a jugar. Nos las guardábamos para comérnoslas más tarde.
Mientras esperábamos Juan y yo, salió Pancho de su casa. Nos dijo:
- Hoy no puedo ir con vosotros. Mi madre me ha dicho que tengo que ir al médico.
- ¿Estás enfermo?- le pregunté.
- No. Tengo que acompañar a mi abuela.
- Bueno. Pues nos vemos mañana en el Cole.
De esta manera nos encaminamos nosotros dos a investigar aquella parte de la cueva que no conocíamos. Mientras nos dirigíamos a los campos del tío Aurelio no pude resistirme a hacerle a Juan una pregunta:
- Oye, Juan. ¿Cómo descubriste esa sala secreta si a ti te asusta la oscuridad?
- Por eso mismo. Sabía que Pancho me iba a buscar en la zona iluminada de la gruta, por eso me oculté en la zona oscura. Estaba pegado a la pared y noté que una gran losa se había caído al suelo. Me puse a investigar y encontré la entrada a una sala que no habíamos visto antes.
Hacía calor cuando llegamos. Nos detuvimos a descansar antes de entrar en la cueva.
- ¿Has traído tu linterna?- me preguntó Juan.
- Sí. Y algo mejor que eso.
- ¿Qué es? - Cerillas que le he quitado a mi padre.
- ¿Qué vas a hacer con ellas? - Voy a fabricar una antorcha. Me he traído un poco de gasolina para los mecheros.
Cogimos un palo que había allí. Le envolví la punta con un trapo viejo que también le quité a mi madre. Le eché la gasolina y le prendimos fuego.
Le eché gasolina y le prendimos fuego.
Encendiendo la antorcha

Juan con su linterna y yo con mi antorcha entramos en la cueva del nueve. La entrada secreta que había descubierto Juan era pequeña. Sólo cabía uno tras otro y a gatas. Al pasar la pared entramos en una amplia sala iluminada solamente por mi antorcha. El movimiento del fuego hacía que las paredes parecieran la superficie de un lago en un atardecer de verano. Este efecto y el hecho de que no conseguíamos ver el techo hacía que el aspecto de la sala nos intimidara.
- Oye. Esto me asusta.- me dijo Juan.
- Pero si aún no hemos visto nada.- le repliqué.
Avanzamos hasta la parte opuesta de la estancia. Encontramos una salida que hizo que nos detuviéramos al verla. Era rectangular, como si fuera una puerta. Nos acercamos despacio y vimos unos escalones que conducía hacia abajo.
- Esto lo ha tenido que construir alguien, ¿no te parece?- le dije a Juan.
- Sí. Pero, ¿quién ha podido hacerlo?
- No lo sé. Pero si bajamos a lo mejor encontramos algo que nos ayude a averiguarlo.
- Oye.- me dijo volviendo la cara hacia mí- Yo no bajo por ahí. Puede haber alguien o...
- ¿O qué? ¿Un fantasma? - Sí. Un fantasma. A mí esto no me gusta.
- Venga hombre. No tengas miedo. No sabes que los fantasmas no existen.- le contesté mientras empezaba a bajar por los escalones.
- Oye. Espérame.- decía bajando rápidamente los escalones hasta donde estaba yo.
Llegamos al final de la escalinata. Lo primero que nos llamó la atención fue el mosaico que estabamos pisando. Empezamos a mirar a nuestro alrededor lentamente, porque el espectáculo de luces que estabamos presenciando no nos permitía abarcarlo en una rápida mirada. Las paredes estaban recubiertas de pequeños cristales que nos devolvían la luz de la antorcha en múltiples tonos de rojo, con destellos que nos deslumbraban fugazmente. Parecía que las paredes estaban crepitando como unas brasas. Los reflejos nos envolvían y nos mantenían hipnotizados. Vimos, al final de aquella cámara una larga mesa que parecía un altar. Encima de esta había una caja con la forma de un ser humano. Nos quedamos con la vista fija en él.
- ¿Qué es eso?- me preguntó Juan con un ligero tembleque en su voz.
- ¿Parece un sarcófago?
- ¿Un qué? - Un sarcófago. Una especie de ataúd para momias.
- Yo... me voy. - Y se dio la vuelta en dirección a la escalinata.
- Tú te quedas conmigo.- le contesté cogiéndole del brazo. - Hemos llegado hasta aquí y vamos a continuar.
Yo también estaba asustado. La presencia del sarcófago me asustó mucho pero debía mantener el tipo delante de Juan. Siempre decía que era más valiente que él y me sentía en la obligación de seguir afirmándolo con mis actos. Si hubiera estado sólo no creo que hubiese llegado hasta allí.
Nos acercamos despacio hacia el altar, con la vista fija en el rostro del sarcófago. Creíamos que se iba a girar hacia nosotros. Cuando estuvimos junto al altar vimos detenidamente al hombre que estaba representado en la tapa del sarcófago. Tenía una cara hermosa, unos ojos sin vida mirando al techo. Un cuerpo fuerte protegido con una prenda que le cubría desde los hombros hasta por encima de las rodillas. La prenda estaba ceñida al cuerpo con ayuda de un cinturón.
Nos movimos alrededor del sarcófago para examinarlo.
- Esto se tiene que abrir por algún sitio.- le dije a Juan.
- ¡Qué vas a abrirlo! ¿Estas loco? Ahí dentro tiene que haber una momia.
- Exacto, y yo quiero verla.
- No lo hagas. Vámonos de aquí.
- Que sí. Tiene que ser impresionante ver una momia de verdad.- le dije intentando empujar la tapa.
- ¡Eslomkan!- dijo de repente una voz.
Me quedé petrificado. Giré lentamente la cabeza hacia donde venía la voz y vi a un hombre. Era el mismo que estaba representado en la tapa del sarcófago.
- ¡Eslomkan! ¡Kenargo jiam! - Me volvió a decir mirándome directamente a los ojos y señalándome con el brazo la entrada de la cámara.
Corrí como un rayo directamente hacia la entrada y empecé a subir los escalones lo más rápido que me permitían mis piernas. Pero cuando estaba por la mitad de la escalinata me acordé de Juan. Me detuve y miré por atrás pero no lo vi subir. Bajé los escalones hasta la entrada. Entonces vi a Juan enfrente del hombre. Reteniéndole la mirada, sin ninguna muestra de miedo. Estaban mirándose, pero veían más allá de los ojos. Parecía que estaban hablando sin decir una palabra. 
Corrí como un rayo directamente hacia la entrada ...
¡Eslomkan! ¡Kenargo jiam!

No sé cuanto tiempo pasaron los dos allí quietos. Pero al final el hombre giró su cabeza y me vio. Yo me escondí como pude en un lado de la entrada pero sin dejar de mirarles. Juan, en ese momento se acercó a él y le cogió la mano. Un momento después le soltó y vino caminando pasivamente hacia la entrada. Subió los escalones como si fueran los de su casa. Yo le seguía perplejo, sin quitarle la vista de encima.
Cuando salimos de la cueva empezó a hablarme Juan sin levantar la cabeza del suelo:
- Está sufriendo.
- ¿Cómo?
- Él. Está sufriendo, y lo hace por propia voluntad. No debemos molestarle.
- ¿Qué quieres decir?
- Lleva más de tres mil años ahí encerrado. Fue condenado por su pueblo porque había traído la ira de los dioses. Me ha contado que había venido a orar a esta cueva. Les había hecho a los dioses una ofrenda de frutas que había recogido. Pero que algunas de ellas tenían manchas oscuras. No le dio importancia a las manchas. Pero el sacerdote de su tribu se había alterado mucho. El sacerdote le dijo que los dioses no querrían aquella ofrenda. Pero él no podía conseguir otra así que se las dejó allí. Él no creía que los dioses se fuesen a ofender por eso. Pero al día siguiente hubo una gran tormenta. Cayeron piedras del cielo y destrozaron toda la cosecha. La tormenta siguió durante varios días. El sacerdote dijo al jefe de la tribu que debían dejar aquellas tierras. Pero debían hacerle una ofrenda a los dioses para calmar su ira. Decidieron ofrecerles un sacrificio humano. Y encerraron al culpable de la ofensa en el altar. Dentro de su sarcófago. Eso que has visto no es más que su espíritu. Está totalmente convencido que él fue el culpable de la desgracia de su pueblo y que se debe quedar allí hasta que los dioses le perdonen por su osadía. Debemos dejarle en paz. Tienes que prometerme una cosa: debemos guardar su secreto.
Se lo prometí sin dudarlo. Volvimos al pueblo cabizbajos y sin dirigirnos ni una palabra, solamente un adiós cuando nos despedimos.
El resto de aquel día lo pasé sin hablar con nadie. Estaba sumido en mis pensamientos. Tenía presente en mi cabeza la figura de ese hombre y el hecho de como corrí mientras Juan se había quedado con él. Tampoco podía dejar de pensar en su historia. Pero al final me venció el sueño.
Al día siguiente, en el colegio, nos abordó Pancho:
- ¿Fuisteis a la cueva?
- Sí.- le contestó Juan- fuimos allí. Pero no había nada que ver. Creí que había una entrada pero no había nada.
Cuando salimos del colegio Pancho nos preguntó:
- ¿Quedamos después de comer en la puerta de mi casa para ir a los campos del tío Aurelio?
- Conmigo no contéis. Me aburre ir allí a jugar.- le dijo Juan.
- A mí también.- le contesté yo.
- Bueno pues en ese caso me quedaré en casa.
No volvimos a ir a jugar allí. Ni Juan ni yo teníamos ganas de acercarnos a la cueva del nueve.
Dos meses después, intrigado por lo ocurrido, me acerqué para ver aquello otra vez. Fui solo. Con mucho miedo. Pero me llevé una gran sorpresa. Cuando entré en la cueva y me dirigí a la entrada secreta comprobé que no había tal entrada. No había ningún resto de ella, ni tampoco de la losa. Era como si siempre hubiera estado allí la pared sin ningún rasguño.
Poco queda que contar. Poco a poco fuimos perdiendo el contacto entre nosotros. Me enteré que Juan había comprado los campos del tío Aurelio y que los había vallado. Supongo que lo habría hecho para que nadie se acercase allí.
Desde que ocurrió aquello Juan nunca volvió a tener aquel aire de temblor.
Perdió todos lo miedos que tenía en su cuerpo.
Solamente deseo que Juan descanse en paz con Dios y que aquel alma encuentre alguna vez el perdón de sus dioses.
FIN
 
Fernando Santana de la Oliva
Diciembre de 1999
 ilustrado por Alfredo Santana de la Oliva
 Agosto de 2012

¿Sueño?

Licencia de Creative Commons
¿Sueño? by Fernando Santana de la Oliva is licensed under a Creative Commons Reconocimiento-NoComercial-SinObraDerivada 3.0 Unported License.

-¿Pero?, vamos a ver si nos aclaramos. Tú... ¿Qué eres tú?

-Eso tienes que decidirlo tú.

-¿Qué quieres decir con que lo tengo que decidir?, ¿por qué lo tengo que decidir?

-Bueno, si no quieres no lo decidas. Mírame y dime lo que soy.

-Tú no eres más que un sueño.

-Ja. Un sueño. Soy tu sueño. Siempre he sido tu sueño. Tú no puedes soñar. Eso es algo que crees que puedes hacer. No soy yo el que está en tú sueño. Eres tú el que está en mi mente. Esto que ves es mi mente y mi mente soy yo. ¿Ves esta habitación?, ¿crees que la has visto en alguna parte, qué antes has estado aquí, en la vida real? ¡No! Nunca has estado aquí. Nunca has pisado esta habitación. Esta habitación pertenece a mis recuerdos, no a los tuyos.

>>Tengo muchos recuerdos. Más de los que puedas llegar a imaginarte. Llevo mucho tiempo pensando, bueno, viviendo (así lo entiendes mejor), mucho tiempo entre seres materiales. Sí, no me mires de esa manera. Te lo contaré para que me comprendas:

>>Soy lo que a veces se llama espíritu, una mente, un ser inmaterial, ¿un alma?. Puede ser, aunque nunca he estado muy seguro de ello. Soy algo que está dentro de ti. Probablemente sea lo que llamáis el subconsciente.

-Espera, espera. ¿Dices qué estás en mí?

-¡Bien!, veo que empiezas a entender algo. Sí, estoy en ti. ¿Por qué? Pues porque necesito tus neuronas para funcionar. Verás, es más simple de lo que crees. Tú cerebro no actúa a más de un veinte por ciento de sus posibilidades, ¿no? Pues estás muy equivocado actúa al noventa por ciento. Ese setenta por ciento de cerebro que vosotros no utilizáis lo usamos nosotros.

-¿Es qué hay más aparte de ti?

-Claro, en la mayoría de los cerebros hay un ente como yo. Hay algunos en que no hay, pero es por problemas de adaptación. También hay otros en que hay más de uno y ocurren problemas serios. Has oído hablas de la doble personalidad, o de la "posesión demoníaca". No son más que varios como yo que luchan con la mente humana y a veces la encierran en el cerebro. Suele ser peligroso para el humano.

-¿Y no os descubren?

-Tú mismo has dicho antes que esto era un sueño. ¿Si contases esta conversación no te tomarían por un loco?

-Sí, tienes razón. ¿Y cuanto tiempo llevas en mi mente?

-Creo que tenías ocho meses cuando entré.

-¿Con sólo ocho meses entraste tú? ¿Cuándo estaba en la cuna?

-No, hombre. Cuando eras un feto.

-¿Y como entraste?

-No lo sé. Te puedo decir que aparecí en tu cerebro. Aunque no me di cuenta de que era hasta que tuviste quince años. Durante ese tiempo yo también estaba madurando.

-Pero si tienes recuerdos que yo no tengo, ¿Es qué has vivido antes de que yo naciera?

-Sí, y muchas veces. Cuando una persona muere, nos enclaustramos dentro de nuestra forma espiritual, como lo hacen algunas bacterias, y nos volvemos inertes. No tenemos vida. Somos entes inmateriales que están vagando hasta que encontramos un cerebro y nos desarrollamos en él.

-¿Siempre en cerebros humanos?

-No, pero son los mejores. Los recuerdos que tengo de una vez que habité en el cerebro de un perro no son los que mejor te puedo enseñar. Recuerdas cuando soñabas que volabas sobre una vega de trigo. Eso era cuando habité en los sesos de un halcón. Claro que sólo son recuerdos. En cerebros no humanos no nos podemos desarrollar del todo y no llegamos a tener conciencia de que somos. Vivimos sin darnos cuenta y cuando habitamos después un cerebro humano tenemos esos recuerdos sin recordar como los conseguimos.

-Me cuesta creer lo que estás diciendo, aunque ...

-Oye, ya te acercaré por aquí otra noche. Ahora tienes que despertarte. Escucha.

-El qué.

Escuchaba un pitido muy lejano. Tardé algún tiempo en darme cuenta de que era el despertador. Abrí los ojos y volvía a estar en mi cama. Por increíble que fuera tenía el recuerdo vivo de la conversación y la anoté rápidamente. Aunque no sé porque lo hice. No podía enseñársela a nadie.

Salí de casa y bajé al bar que hay al lado del portal a tomarme un café.

Cuando llegué al trabajo todavía seguía pensando en el sueño. Nunca en mi vida un sueño me había impresionado tanto. Algo fallaba en el sueño. No sabía porque pero no era lógico que recordara tan bien el sueño. No me acordaba de donde estaba pero si que me acordaba de las palabras. Era una historia extraña aunque a mí me parecía que no era desconocida.

Hubo un momento, en el descanso para comer, que me quedé medio dormido. Di una cabezada. Me estaba quedando dormido con el ruido que había en el restaurante cuando una voz me dijo: "El sueño soy yo". Me desperté al instante. Mire a un lado y a otro. No vi a nadie cerca de mí.

Cuando llegué a casa después de haber estado cenando con una compañera no tenía deseos de acostarme. Realmente el sueño que había tenido la noche anterior me había asustado un poco. No sabía lo que podía ocurrir si me quedaba dormido.

Me senté enfrente del aparato de televisión. Estaba viendo un documental sobre los problemas que tenían en Australia con los conejos. Me levanté a prepararme algo de beber. Me fui a la cocina, pero cuando crucé el marco de la puerta me encontré a alguien que estaba poniendo hielo en dos vasos. Era alguien familiar. Lo conocía aunque estaba de espaldas. Se dio la vuelta y me quedé desconcertado. Era yo mismo.

-Hola. Toma. No venías por esto. -dijo mientras me tendía el vaso a mi mano.

-¿Qué haces, o... qué hago ahí?

-Tranquilo, chico. Date la vuelta y mira. Me giré y vi que estaba dormido en el sillón. Miré a la habitación. Estaba todo oscuro, excepto el sillón donde estaba dormido. Volví a mirar al personaje que me hablaba.

-Estabas muy cansado y te quedaste dormido.

-Ya lo veo. ¿Qué haces aquí?

-¿ No te acuerdas? Estoy seguro de que te acuerdas de nuestra conversación de anoche.

-Sí, me acuerdo. Pero no es normal que me acuerde tan perfectamente de un sueño.

-Tienes razón. Te acuerdas porque he dejado que te acordaras. Me gusta que en tu vida real tuvieras conciencia de mí. -¿Por qué?

-Porque me pareció divertido.

-No te entiendo.

-Es fácil de entender. Nunca, creo, que ninguno de nosotros pueda llegar a comprender totalmente a los seres humanos en lo que denomináis sentimientos. Aunque estemos tan estrechamente relacionados con vosotros. A veces hago experimentos en tus sueños y te coloco en situaciones límites jugando con tus emociones. Juego con tus visiones de otras personas. El hecho de que sepas que existo se que te va a afectar. Quiero ver como te comportas ahora en tus sueños.

-¿Qué? En ese momento se abrió el techo y fui lanzado hacia arriba. Estaba volando y veía la ciudad. Mire mi cuerpo pero no lo veía. No estaba. Solamente veía. Descendí. Era dueño de mi sueño. Todo lo que intentaba hacer lo hacía sin ningún problema. Bajé y me posé como si fuese un gorrión en el suelo. Entonces tuve conciencia de que tenía cuerpo. Me vi reflejado en un cristal de un edificio. Estaba vestido de gladiador romano.

-¡Eh!

Me giré y tenía delante de mí a otro gladiador.

-¿Te gustaría una lucha de gladiadores o un duelo a espada como dos mosqueteros?

Mientras decía esto nos transformamos en dos mosqueteros del rey, tal como los veía en las películas. Desenvainó y arremetió contra mí. Casi no tuve tiempo de coger mi espada y apartarme.

-¡Pero que haces!- le grité.

Se volvió y me dijo:

-¿Sabes lo que estoy haciendo? Te estoy dando la única oportunidad que vas a tener de conservar el dominio de tu cuerpo.- Me lanzó un ataque y pude protegerme con mi espada.

-¿A donde quieres llegar?

-Solamente estoy jugando contigo. ¿Si no te gustan las espadas, qué te parece esto? Aparecimos en medio de una batalla de la primera guerra mundial. Me estaban disparando. Me metí en una trinchera antes de que me alcanzaran.

-¿Y esto te gusta más? Ahora estábamos en las veinticuatro horas de Indianápolis corriendo con nuestros coches uno al lado del otro. Chocábamos sin cesar hasta que me dijo:

-Esto me aburre. Mira lo que hay delante de ti. Un enorme agujero me engulló y aparecí en otro circuito. Daba vueltas y vueltas en el circuito que no parecía acabar. No sabía que hacer. Intenté despertarme pero no podía. Seguía dando vueltas y vueltas...

... Y las sigue dando aún. Todavía está en el circuito entretenido aunque ahora lo he variado un poco para que no se aburra demasiado.

Te pido perdón pero aún no me he presentado. Soy lo que él ha llamado el "ente" aunque no soy más que otro tipo de ser espiritual que puede poblar tu cerebro. Seguro que tú también tienes uno en el tuyo.

Después de esa noche comenzó mi tiempo dominando su cuerpo. Desde entonces soy yo el que gobierna este trozo de materia. Fue fácil hacer creer al resto del mundo que seguía siendo igual ya que tenía todos sus recuerdos. Lo que no entiendo es como se prestó a jugar tan fácilmente conmigo. Debería haber sido más combativo pero tenía un carácter asustadizo.

Ahora debo dejar esto y dedicarme a otras tareas. Si tienes algo que te ronronea la cabeza sobre este tema deberías consultarlo...

... con la almohada, ¿no crees?

¿FIN?

Fernando Santana

Diciembre de 1998